Lola Seaton.
A medida que pasa el tiempo y los plazos fijados por el ipcc [Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático] para reducir la subida de las temperaturas globales se acercan a su vencimiento, la perspectiva de la catástrofe climática se acrecienta, y el problema de cómo evitarla se vuelve más acuciante. Esta es la cuestión que ha venido discutiéndose en los números recientes de la nlr. El debate ha contado con intervenciones desde distintas posiciones a ambos lados del Atlántico y desde diferentes generaciones políticas. Herman Daly, un pionero en el campo de la economía ecológica, fue preguntado acerca de su programa en pro de un sistema del estado estacionario por Benjamin Kunkel, director y fundador de n+1 y autor de Buzz. El historiador canadiense del medioambientalismo Troy Vettese defendió un proyecto en la línea de «la mitad de la Tierra»* de geoingeniería natural y ecoausteridad para combatir la polución. Desde posiciones opuestas, el economista radical Robert Pollin hizo un llamamiento global a la inversión masiva en energías renovables. En el presente número, los investigadores-activistas Mark Burton y Peter Somerville, establecidos en el Reino Unido, formulan una réplica en forma de una defensa del «decrecimiento». Hay dos contribuciones aún por llegar, una desde una perspectiva ecofeminista y otra desde el Sur global.
En este punto intermedio del debate puede ser útil hacer una pausa y hacer balance. Además de proponer sus propias soluciones, los participantes han reaccionado ante las soluciones de los demás, a veces asintiendo, pero con frecuencia rebatiéndolas o corrigiéndolas. El resultado de esta interacción directa es que, después de leer los textos sucesivamente, como en una secuencia, se tiene la impresión de haber escuchado una conversación. Sin embargo, en una conversación que se prolonga durante doce meses y que se congela en forma de texto, las últimas voces pueden terminar siendo las que más se oigan, pues tienen la oportunidad de responder a todo lo que se ha dicho con anterioridad, así como el privilegio de no ser por el momento replicadas. De esta forma, con el fin de recopilar los propios pensamientos acerca de lo que ha sido el debate hasta la fecha, para reflexionar sobre los avances logrados, los problemas planteados y las cuestiones aún por determinar, puede que valga la pena, por así decirlo, reunir a todos los pensadores en una habitación, para hacer que las líneas de diálogo ya establecidas se vuelven más audibles.
¿Sacrificio?
Una forma de comparar las contribuciones consiste en considerar que ofrecen respuestas diferentes a una misma pregunta: ¿qué es lo que el mundo tiene que reducir a fin de evitar el desastre global? Herman Daly define el «impacto medioambiental» como «el producto entre el número de personas por el uso de recursos per cápita». Siguiendo la lógica de esta ecuación, Daly cree que necesitamos reducir nuestro uso de los recursos, incluyendo, pero no solo, los combustibles fósiles, así como limitar el crecimiento demográfico. Para implementar estas reducciones, Daly contempla algún tipo de sistema basado en el comercio de los derechos de emisión. En el caso de los recursos, habría un «límite en el derecho a agotar lo que se posee en propiedad», y ese derecho podría ser adquirible «en pública subasta del Estado». Por lo que respecta a la población, todo el mundo tendría derecho a reproducirse una vez, pero en la medida en que no todo el mundo puede, o quiere, tener hijos, esos derechos podrían reasignarse «a través de una venta o una donación». Daly también defiende la idea de una renta mínima y una renta máxima. Estas políticas redistributivas son complementos clave de los topes que plantea en materia de utilización de los recursos y crecimiento de la población, en la medida en que, si no se pone también coto a la desigualdad, la distribución de los derechos de consumir y de tener hijos podría ser drásticamente desigual e injusta (los más ricos podrían, por ejemplo, monopolizar la reproducción). Al hablar de la escasez de la tierra como la «medida fundamental» para su «economía política verde alternativa», la respuesta «ecoaustera» de Troy Vettese es que debemos reducir nuestro consumo de energía y suprimir el de carne y leche. El veganismo obligatorio liberaría terrenos destinados al ganado, que ahora se destinarían a albergar infraestructuras de energía limpia, tales como turbinas eólicas y paneles solares, que podrían convertirse en la principal vía de satisfacer las necesidades energéticas a escala planetaria, pero que necesitan mucho espacio. El terreno sobrante también podría emplearse para proyectos de geoingeniería natural, tales como los destinados a reconstruir la naturaleza a gran escala para crear ecosistemas que actúen como reservas de carbono, conservado para ello «la mitad de la Tierra». Robert Pollin encuentra problemática la «medida fundamental» de Vettese: él piensa que los cálculos de Vettese sobre cuánta tierra necesitarían los sistemas de energía renovable están inflados. Si la escasez de tierras no es un factor limitante según los cálculos de Pollin, entonces ya no es necesario restringir nuestro consumo de energía, siempre que no la despilfarremos. De esta forma, a diferencia de Daly y Vettese, a Pollin le preocupa más que nada reducir, no el consumo de energía, sino el de combustibles fósiles: «Para efectuar un verdadero progreso en la estabilización del clima, el proyecto por sí solo más importante es reducir drásticamente y sin demora el consumo de petróleo, carbón y gas natural». A través de una inversión global concertada tanto en infraestructuras de energía renovable como en «tecnologías y prácticas» más eficientes desde el punto de vista energético, podemos reducir el consumo de combustibles fósiles mientras continuamos «logrando los mismos niveles de suministro energético, o incluso aumentarlos». En la última contribución al debate, publicada en este número, Mark Burton y Peter Somerville coinciden con Pollin en la necesidad de una «reducción selectiva de las emisiones [de co2 ]» mediante una transición hacia las energías limpias. Sin embargo, allí donde Pollin se muestra cauteloso acerca de la viabilidad política y económica de reducir la economía de forma masiva (algo que según él podría dar lugar a una «gran depresión verde», con unas cifras de desempleo inasumibles y reducciones del nivel de vida inaceptables), Burton y Somerville argumentan que una contracción drástica del volumen material de la economía a través de la reducción de la producción industrial, de la construcción, de la agricultura y de la distribución es un complemento esencial a la opción de las energías renovables. Ambos calculan que, de mantenerse los actuales niveles de consumo, se necesitaría «multiplicar por dieciocho la implantación de las energías renovables» para generar suficiente energía sin recurrir al petróleo, al carbón y al gas natural, y argumentan que si el consumo de energía aumentara aún más (lo que ciertamente sucederá si la actividad económica continúa expandiéndose), dejar los combustibles fósiles nos resultaría aún más difícil. La respuesta de Pollin destaca frente al resto porque su versión de la transición a la energía limpia básicamente no la notarían los consumidores individuales, cuyo consumo energético, inalterado por el cambio de su proveniencia en términos cuantitativos, se mantendría como hasta ahora, lo cual suscita una segunda pregunta, que podría poner de manifiesto la especificidad de la contribución de Pollin: ¿cuánto sacrificio requerirán las diferentes reducciones propuestas? Por muy costosas que sean las propuestas de Pollin –según sus cálculos, «absorberían el 1,5-2 por 100 del pib global anual», lo que equivale más o menos a un billón de dólares– y por muy dolorosa que sea durante un tiempo la transición (en las industrias dependientes de los combustibles fósiles se perderían inevitablemente puestos de trabajo, y esos despidos deberían amortiguase mediante prestaciones sociales adecuadas, que incluirían medidas de reorientación y reubicación profesional), la cuestión del sacrificio en el texto de Pollin queda en gran medida fuera del cuadro. El uso de recursos energéticos diferentes y su mejor utilización no reducen inexorablemente nuestro consumo de energía, sino que pueden incluso aumentarlo. Para Pollin, el cambio climático no ha de «cambiarlo todo»3 , sino que «el consumo de energía y la actividad económica más en general», siempre y cuando queden «absolutamente desacopladas del consumo de combustibles fósiles», pueden mantenerse como hasta ahora. La cifra clave y varias veces repetida en la propuesta de Pollin parece modesta –un mero 1,5 por 100 global del pib– en relación con las enormes dimensiones de los cambios proyectados, globales e industriales e incluso supraindustriales. Esta combinación hace que su coste humano parezca al mismo tiempo insignificante y abstracto. Al afectar sobre todo a la industria a gran escala y al ser gestionadas por remotas burocracias globales, las soluciones de Pollin nos liberan de tener que alterar de forma significativa nuestros modos de vida sin apenas restringir la libertad individual. Por el contrario, las soluciones de Vettese suponen abolir el consumo de carne y obligan a mucha gente en el mundo a consumir mucha menos energía, especialmente a los estadounidenses, que tendrían que reducir su consumo en más del 80 por 100: actualmente el ciudadano estadounidense promedio consume cerca de 12.000W al día, mientras que en la sociedad ecoaustera de Vettese cada persona no consumiría más allá de 2.000. Si bien no son ni locales ni de pequeña escala (sino inspiradas por la conservación para ello de «la mitad de la Tierra» el «half-earthing»), las propuestas de Vettese plantean cambios de conducta a escala individual sin ocultar la relativa dureza que estos cambios pueden implicar («ecoausteridad»). Si bien es cierto que Pollin hace mención de las pérdidas de empleos y se refiere a una «transición justa», lo cierto es que pone el acento en la creación de trabajo neto sin invitarnos seriamente a que imaginemos los trastornos y las pérdidas personales que implicaría la eliminación de sectores industriales en su totalidad. Las propuestas de Daly ofrecen algo parecido a un puente entre, por un lado, la visión de Pollin de un consumo ilimitado facilitado por la tecnología y, por otro, la austeridad obligatoria de Vettese. En el estado de equilibrio de Daly, el derecho a agotar los recursos y el derecho a poblar el mundo son intercambiables. Lo cual implica que las privaciones inversas también son negociables: el vendedor de un derecho está comprando la obligación de hacer un sacrificio, aunque, y este aspecto es crucial, puede no sentirlo como tal (el vendedor de su derecho a la reproducción puede no querer tener hijos). Así, el puño de hierro del sacrificio impuesto por el Estado es amortiguado por el guante de la flexibilidad en términos de cómo se distribuye ese sacrificio: gracias al genio organizativo del mercado, los privilegios y las privaciones serían asignados de acuerdo con la necesidad individual y la elección personal. Esta es la razón por la que Daly es tan partidario de los sistemas de comercio de derechos de emisión [cap-and-trade systems], que combinan el control agregado –sobre el volumen total de carbono que emitimos colectivamente o el número total de niños que nacen– con tanta autonomía personal como sea compatible con estas macrorrestricciones.
Link: https://newleftreview.es/issues/115/articles/cuestiones-verdes.pdf